literatura para reir, llorar o echarse un polvo

Mi foto
Literatura para reír, llorar y de vez en cuando, echarse un polvo.

lunes, 23 de marzo de 2015

Felicidad Clandestina

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

Clarice Lispector


La tía Chofi.

Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, 
pero esa tarde me fui al cine e hice el amor. 
Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta 
con tus setenta años de virgen definitiva, 
tendida sobre un catre, estúpidamente muerta. 
Hiciste bien en morirte, tía Chofi, 
porque no hacías nada, porque nadie te hacía caso, 
porque desde que murió abuelita, a quien te consagraste, 
ya no tenías qué hacer y a leguas se miraba 
que querías morirte y te aguantabas. 
¡Hiciste bien! 
Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos, 
porque te quise a tu hora, en el lugar preciso, 
y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple, 
pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste. 
¡Te siento tan desamparada, 
tan sola, sin nadie que te ayude a pasar la esquina, 
sin quien te dé un pan! 
Me aflige pensar que estás bajo la tierra 
tan fría de Berriozábal, 
sola, sola, terriblemente sola, 
como para morirse llorando. 
Ya sé que es tonto eso, que estás muerta, 
que más vale callar, 
¿pero qué quieres que haga 
si me conmueves más que el presentimiento de tu muerte? 

Ah, jorobada, tía Chofi, 
me gustaría que cantaras 
o que contaras el cuento de tus enamorados. 
Los campesinos que te enterraron sólo tenían 
tragos y cigarros, 
y yo no tengo más. 
Ha de haberse hecho el cielo ahora con tu muerte, 
y un Dios justo y benigno ha de haberte escogido. 
Nunca ha sido tan real eso en lo que tu creíste. 
Tan miserable fuiste que te pasaste dando tu vida 
a todos. Pedías para dar, desvalida. 
Y no tenías el gesto agrio de las solteronas 
porque tu virginidad fue como una preñez de muchos hijos. 
En el medio justo de dos o tres ideas que llenaron tu vida 
te repetías incansablemente 
y eras la misma cosa siempre. 
Fácil, como las flores del campo 
con que las vecinas regaron tu ataúd, 
nunca has estado tan bien como en ese abandono de la muerte. 

Sofía, virgen, antigua, consagrada, 
debieron enterrarte de blanco 
en tus nupcias definitivas. 
Tú que no conociste caricia de hombre 
y que desjaste que llegaran a tu rostro arrugas antes que besos, 
tú, casta, limpia, sellada, 
debiste llevar azahares tu último día. 
Exijo que los ángeles te tomen 
y te conduzcan a la morada de los limpios. 
Sofía virgen, vaso transparente, cáliz, 
que la muerte recoja tu cabeza blandamente 
y que cierre tus ojos con cuidados de madre 
mientras entona cantos interminables. 
Vas a ser olvidada de todos 
como los lirios del campo, 
como las estrellas solitarias; 
pero en las mañanas, en la respiración del buey, 
en el temblor de las plantas, 
en la mansedumbre de los arroyos, 
en la nostalgia de las ciudades, 
serás como la niebla intocable, hálito de Dios que despierta. 

Sofía virgen, desposada en un cementerio de provincia, 
con una cruz pequeña sobre tu tierra, 
estás bien allí, bajo los pájaros del monte, 
y bajo la yerba, que te hace una cortina para mirar al mundo.

Jaime Sabines <3

VESTIDURAS



Cierto día Belleza y Fealdad se encontraron a orillas del mar. Y se dijeron:

-Bañémonos en el mar.
Entonces se desvistieron y nadaron en las aguas. Instantes más tarde Fealdad regresó a la costa y se vistió con las ropas de Belleza, y luego partió.
Belleza también salió del mar, pero no halló sus vestiduras, y era demasiado tímida para quedarse desnuda, así que se vistió con las ropas de Fealdad. Y Belleza también siguió su camino.
Y hasta hoy día hombres y mujeres confunden una con la otra.
Sin embargo, algunos hay que contemplan el rostro de Belleza y saben que no lleva sus vestiduras. Y algunos otros que conocen el rostro de Fealdad, y sus ropas no lo ocultan a sus ojos.

Khalil Gibrán

ODA AL PRESENTE

Este
presente 
liso 
como una tabla, 
fresco, 
esta hora, 
este día 
limpio 
como una copa nueva 
—del pasado 
no hay una 
telaraña—, 
tocamos 
con los dedos 
el presente, 
cortamos 
su medida, 
dirigimos 
su brote, 
está viviente, 
vivo, 
nada tiene 
de ayer irremediable, 
de pasado perdido, 
es nuestra 
criatura, 
está creciendo 
en este 
momento, está llevando 
arena, está comiendo 
en nuestras manos, 
cógelo, 
que no resbale, 
que no se pierda en sueños 
ni palabras, 
agárralo, 
sujétalo 
y ordénalo 
hasta que te obedezca, 
hazlo camino, 
campana, 
máquina, 
beso, libro, 
caricia, 
corta su deliciosa 
fragancia de madera 
y de ella 
hazte una silla, 
trenza 
su respaldo, 
pruébala, 
o bien 
escalera!

Si, 
escalera, 
sube 
en el presente, 
peldaño 
tras peldaño, 
firmes 
los pies en la madera 
del presente, 
hacia arriba, 
hacia arriba, 
no muy alto, 
tan sólo 
hasta que puedas 
reparar 
las goteras 
del techo, 
no muy alto, 
no te vayas al cielo
alcanza 
las manzanas, 
no las nubes, 
ésas 
déjalas 
ir por el cielo, irse 
hacia el pasado.
eres 
tu presente, 
tu manzana: 
tómala
de tu árbol, 
levántala 
en tu 
mano, 
brilla 
como una estrella, 
tócala,
híncale el diente y ándate 
silbando en el camino.

Pablo Neruda

EL DIVINO AMOR

Te ando buscando, amor que nunca llegas;
te ando buscando, amor que te mezquinas.
Me aguzo por saber si me adivinas;
me doblo por saber si te me entregas.

Las tempestades mías, andariegas,
se han aquietado sobre un haz de espinas;
sangran mis carnes gotas purpurinas
porque a salvarte, oh niño, te me niegas.

Mira que estoy de pie sobre los leños,
que a veces bastan unos pocos sueños
para encender la llama que me pierde

Sálvame, amor, y con tus manos puras
trueca este fuego en límpidas dulzuras
y haz de mis leños una rama verde.

Alfonsina Storni

TRISTEZA

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.

-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

-¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

-Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...

-¿De veras?... ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:

-No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.

-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!

Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.

-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...

-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...

-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.

-¡Eso no es verdad! -responde el otro-. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

-¡Palabra de honor!

-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.

-¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!

-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme a tu caballo perezoso. ¡Qué diablo!

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...

-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.

-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

-¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.

-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!

-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.

-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Solo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:

-¡Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.

-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.

-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.

-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.

En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.

-Sí.

-Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!

Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.

Se viste y sale a la cuadra.

El caballo, inmóvil, come heno.

-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...

Tras una corta pausa, Yona continúa:

-Sí, amigo... ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...

El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.

Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.

ANTON CHEJOV 

Herido Dios

Me duele la cabeza. Anoche Dios vino a cenar y se puso necio.
Mi casa está destrozada, sobre todo la cocina que se ve como de la posguerra. Ese cabrón.
Pero la culpa es mía por andar de bocona. Anteayer por la noche, antes de irme a la cama, escribí: “Querido Dios, concédeme el milagro de la multiplicación de las botellas de vino tinto, el chocolate y los lectores. A cambio te daré lo que me pidas”
Vamos a ver ¿quién puede tomarse en serio semejante declaración? Pues sí, sólo él.
Así que se apareció con dos ángeles, guapísimos, por cierto. Yo estaba pensando en qué preparar para  la cena cuando tocaron el timbre. Nunca recibo visitas y cuando llaman finjo que no estoy, suficiente tengo con soportar mi humanidad como para tolerar otras y además en la intimidad de mi casa.
No contesté y el timbre siguió sonando cada vez más con más vehemencia. Yo seguí haciéndome pendeja cada vez con más vehemencia… hasta que escuché mi nombre.
-       Alma, soy Yo.
-       ¿Quién eres?
-       Yo soy El que soy.
-       Yo también soy la que soy y la que soy no espera a nadie. Dime quién eres o no abro.
Me asomé por la mirilla y me pareció distinguir a un vecino. Abrí.
Ningún vecino, era Dios que entró como si estuviera en su casa y se sentó en mi sofá. Los dos ángeles se pararon delante de la puerta.
-       Vengo a cenar y a cumplir mi parte del trato si tú cumples con la tuya.
-       Y qué quieres cenar, no creo que te interese una quesadilla ni una sopa instantánea. Digo, eres Dios.
-       ¿Qué quieres cenar tú?
-       ¿Yo? Costillitas de cordero y vino tinto.
Apenas terminé de decirlo cuando los platos y las copas estaban servidos.
Nos sentamos, los ángeles seguían de pie.
-       ¿Ellos no cenan? – pregunté.
-       Los ángeles son formas puras y por eso no comen. No lo necesitan.
-       Pues qué ojete eres, mira que negarles ese placer.
-       Justamente de eso quiero hablar contigo. Leí tu propuesta y estoy interesado en negociar.
Dios queriendo negociar conmigo y sentado a mi mesa. Casi escupo el vino con la carcajada que se me desparramó desde las entrañas.
Pero pronto dejó de ser tan divertido. Dios también quería tres cosas: que liara un porro de mariguana  para él, que le leyera el Tarot y que le presentara a una amiga que no tuviera miedo al compromiso. Qué original, joder.
Además sólo teníamos hasta las dos de la mañana para cumplir cada uno con su parte del trato y eran poco más de las nueve de la noche.
Conseguí la mariguana y le armé un cigarro bien gordo que se fumó sin invitarnos a los ángeles ni a mí. Mi lectura del Tarot no le gustó porque en todas las tiradas salió la carta del Diablo, pero en general estuvo bien.
El verdadero reto era encontrar a una chica que quisiera comprometerse. Por más que repasaba los nombres de mis amigas no daba con ninguna que quisiera una relación seria.
Él, que estaba cada vez más borracho y pacheco, empezó a tropezar con todo y a ponerse sentimental: que cómo chingaos iba a gobernarnos si él no podía vivir nuestras pasiones. Que por qué carajos no lo habíamos diseñado como a los dioses de la mitología griega, con derecho a tener una esposa y a engañarla, con derecho a emborracharse, a cogerse a las esclavas. Que por lo menos lo hubiéramos pensado parecido a los Orishas de la religión yoruba y un divino etcétera, etcétera.
Me rendí.
-       Oye Dios, tengo que decirte algo. Pude cumplir con dos de tus deseos, pero tenemos un problema generacional ¿sabes?, es imposible encontrar a una chica que quiera comprometerse, sobre todo si el compromiso es contigo.
Pobre, tenía cara de animalito perdido. Le había llegado el monchis y necesitaba azúcar para recuperarse. Le ofrecí una bolsa de mis preciados panditas rojos.
Entonces me dijo:
-       Yo también voy a fallarte. Nunca te faltarán el vino tinto ni el chocolate. Pero multiplicar a los lectores es un milagro que ni yo puedo concederte. Ya lo sabes, nadie lee.
Desapareció junto con los ángeles. Mi cava se repletó de botellas de tinto de las más diversas uvas y regiones, en mi alacena no cabe otra barra de chocolate. Y de los lectores, mejor ni hablamos.
La cruda es desoladora.
¿Ven? ¿Ven por qué bebo?
Alma Delia Murillo
Sin embargo

Nanas de la cebolla




La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.


Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.


Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.


Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

Miguel Hernández

me tiraste un limón y tan amargo

Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano cálida, y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo
dulce pasó a una ansiosa calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.

Pero al mirarte y verte la sonrisa
que te produjo el limonado hecho,
a mi voraz malicia tan ajena,

se me durmió la sangre en la camisa,
y se volvió el poroso y áureo pecho
una picuda y deslumbrante pena.


Miguel Hernández

si el hombre pudiera decir lo que ama




Si el hombre pudiera decir lo que ama, 
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo 
como una nube en la luz; 
si como muros que se derrumban, 
para saludar la verdad erguida en medio, 
pudiera derrumbar su cuerpo, 
dejando sólo la verdad de su amor, 
la verdad de sí mismo, 
que no se llama gloria, fortuna o ambición, 
sino amor o deseo, 
yo sería aquel que imaginaba; 
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos 
proclama ante los hombres la verdad ignorada, 
la verdad de su amor verdadero. 


Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien 
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; 
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina 
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera, 
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu 
como leños perdidos que el mar anega o levanta 
libremente, con la libertad del amor, 
la única libertad que me exalta, 
la única libertad por que muero. 

Tú justificas mi existencia: 
si no te conozco, no he vivido; 
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.


Luis Cernuda

LAS ENCINAS

¡Encinares castellanos 
en laderas y altozanos, 
serrijones y colinas 
llenos de oscura maleza, 
encinas, pardas encinas; 
humildad y fortaleza! 
Mientras que llenándoos va 
el hacha de calvijares, 
¿nadie cantaros sabrá, 
encinares? 
El roble es la guerra, el roble 
dice el valor y el coraje, 
rabia inmoble 
en su torcido ramaje; 
y es más rudo 
que la encina, más nervudo, 
más altivo y más señor. 
El alto roble parece 
que recalca y ennudece 
su robustez como atleta 
que, erguido, afinca en el suelo. 
El pino es el mar y el cielo 
y la montaña: el planeta. 
La palmera es el desierto, 
el sol y la lejanía: 
la sed; una fuente fría 
soñada en el campo yerto. 
Las hayas son la leyenda. 
Alguien, en las viejas hayas, 
leía una historia horrenda 
de crímenes y batallas. 
¿Quién ha visto sin temblar 
un hayedo en un pinar? 
Los chopos son la ribera, 
liras de la primavera, 
cerca del agua que fluye, 
pasa y huye, 
viva o lenta, 
que se emboca turbulenta 
o en remanso se dilata. 
En su eterno escalofrío 
copian del agua del río 
las vivas ondas de plata. 
De los parques las olmedas 
son las buenas arboledas 
que nos han visto jugar, 
cuando eran nuestros cabellos 
rubios y, con nieve en ellos, 
nos han de ver meditar. 
Tiene el manzano el olor 
de su poma, 
el eucalipto el aroma 
de sus hojas, de su flor 
el naranjo la fragancia; 
y es del huerto 
la elegancia 
el ciprés oscuro y yerto. 
¿Qué tienes tú, negra encina 
campesina, 
con tus ramas sin color 
en el campo sin verdor; 
con tu tronco ceniciento 
sin esbeltez ni altiveza, 
con tu vigor sin tormento, 
y tu humildad que es firmeza? 
En tu copa ancha y redonda 
nada brilla, 
ni tu verdioscura fronda 
ni tu flor verdiamarilla. 
Nada es lindo ni arrogante 
en tu porte, ni guerrero, 
nada fiero 
que aderece su talante. 
Brotas derecha o torcida 
con esa humildad que cede 
sólo a la ley de la vida, 
que es vivir como se puede. 
El campo mismo se hizo 
árbol en ti, parda encina. 
Ya bajo el sol que calcina, 
ya contra el hielo invernizo, 
el bochorno y la borrasca, 
el agosto y el enero, 
los copos de la nevasca, 
los hilos del aguacero, 
siempre firme, siempre igual, 
impasible, casta y buena, 
¡oh tú, robusta y serena, 
eterna encina rural 
de los negros encinares 
de la raya aragonesa 
y las crestas militares 
de la tierra pamplonesa; 
encinas de Extremadura, 
de Castilla, que hizo a España, 
encinas de la llanura, 
del cerro y de la montaña; 
encinas del alto llano 
que el joven Duero rodea, 
y del Tajo que serpea 
por el suelo toledano; 
encinas de junto al mar 
?en Santander?, encinar 
que pones tu nota arisca, 
como un castellano ceño, 
en Córdoba la morisca, 
y tú, encinar madrileño, 
bajo Guadarrama frío, 
tan hermoso, tan sombrío, 
con tu adustez castellana 
corrigiendo, 
la vanidad y el atuendo 
y la hetiquez cortesana!... 
Ya sé, encinas 
campesinas, 
que os pintaron, con lebreles 
elegantes y corceles, 
los más egregios pinceles, 
y os cantaron los poetas 
augustales, 
que os asordan escopetas 
de cazadores reales; 
mas sois el campo y el lar 
y la sombra tutelar 
de los buenos aldeanos 
que visten parda estameña, 
y que cortan vuestra leña 
con sus manos.


Antonio Machado