Amalia Ruiz encontró la pasión de su vida en el cuerpo y la voz de
un hombre prohibido. Durante más de un año lo vio llegar febril hasta
el borde de su falda que salía volando tras un abrazo. No hablaban
demasiado, se conocían como si hubieran nacido en el mismo cuarto,
se provocaban temblores y dichas con sólo tocarse los abrigos. Lo
demás salía de sus cuerpos afortunados con tanta facilidad que al poco
rato de estar juntos el cuarto de sus amores sonaba como la Sinfonía
Pastoral y olía a perfume como si lo hubiera inventado Coco
Chanel.
Aquella gloria mantenía sus vidas en vilo y convertía sus muertes
en imposible. Por eso eran hermosos como un hechizo y promisorios
como una fantasía.
Hasta que una noche de octubre el amante de tía Meli llegó a la cita
tarde y hablando de negocios. Ella se dejó besar sin arrebato y sintió
el aliento de la costumbre devastarle la boca. Se guardó los reproches,
pero salió corriendo hasta su casa y no quiso volver a saber
más de aquel amor.
-Cuando lo imposible se quiere volver rutina, hay que dejarlo- le
explicó a su hermana, que no era capaz de entender una actitud tan
radical-. Uno no puede meterse en el lío de ambicionar algo prohibido,
de poseerlo a veces como una bendición, de quererlo más que a nada por eso, por imposible, por desesperado, y de buenas a primeras
convertirse en el anexo de una oficina. No me lo puedo permitir,
no me lo voy a permitir. Sea por Dios que algo tiene de prohibido y
por eso está bendito.
Ángeles Mastretta
"Mujeres de ojos grandes"
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